No es necesario ser Freud para saber que la relación Padre/Hijo es dificil, repleta de contradicciones y sentimientos encontrados. Pero se supone que de todas formas, un padre siempre se terminará sacando el sombrero por su prole, orgulloso de esa luz que ilumina sus días.
En esta novela de José Donoso de 1986, centrada en la historia de Mañungo Vera -un cantautor que vuelve después de muchos años a Chile para el funeral de Matilde Urrutia-, se muestra una faceta distinta de ese tema, a través de la relación entre Lopito y su hija, La Moira.
Muchas gracias a Felipe, Bernardita, Tania y Andrea.
Y a los extras anónimos que ayudaron en las últimas fotos.
¡¡Gracias!!
(NOTA: Las fotos se amplían al pincharlas)
"-¿Pena de qué, pues Lopito?- Le preguntaba Ada Luz. ¿Para que contestarle a esta mujer que carecía de finura para entender? ¿Qué no veía a su hijita haciendo el ridículo al bailar delante de todo el mundo como si estuviera haciendo algo espectacular?
¿No veía su cuerpo rechoncho, sus pies pesados, su incapacidad para llevar el ritmo, su sordera a la línea melódica?
En un minuto de zapateado reveló el drama del ser que no está dotado de aquello que pregona como su vocación. ¡La Lopita era un pequeño monstruo de pies pesados, niñita insistente, latosa, que se ponía al alcance del escarnio general, por fea, sin gracia y ridícula!
¡Cómo le hubiera gustado tener una hija invulnerablemente bella! ¡Qué nadie pudiera herirla ni tocarla! ¡Qué reposo, en ese caso, que seguridad! ¡Qué imposibles las risas de estos estúpidos, risas que crecían alrededor de ella, que le gritaban groserías que prefería no oír, animándola!
En cambio, debía aceptar la humillación de que este trasgo contrahecho, hija innegable suya, fuera totalmente dueña de su amor.
El policía apoyado en la capota se estaba riendo: era un bruto ignorante del que era necesario protegerla. ¡Lo iba a matar cuando esa risa contenida se convirtiera en carcajada! Empuñó sus manos, las metió en sus bolsillos como si buscara una navaja.
La Lopita, en el centro de la música, azuzada por los espectadores, bailaba absorta y desmeñada. El casco del uniformado echado hacia atrás en su cabeza, revelaba el molusco de su innoble boca color naranja. ¡Qué pena tener que odiarlo ahora! ¿Por qué no pretegía a la Moira usando su autoridad para ordenarle que no siguiera bailando, impidiendo la vejación de tantos ojos?
Fea, fea, torpe: ¿Por qué no otra vocación, costurera, profesora, monja?
Pero la pobre sentía ese llamado para el festejo y la danza, irrefrenable vocación a la que su cuerpo no respondía, y dio un trastabillón, y la mueca con que su cara grande y verdosa lo acompañó, y la inseguridad de su cuerpecito rechoncho y de sus pies de plomo y sus piernas cortas transformaron las risas simpáticas de antes en carcajadas.“